domingo, 23 de febrero de 2014

La Vida en juego

- Venga coño! otra vez el treinta y seis, esto es una mierda. Estás tirando la bola siempre donde no juego, ¡niño!

Soy Marcos, un chico normal, de barrio y tengo 23 años. Llevo siete años jugando, sí, siete años. Si echais la cuenta, os daréis cuenta de que empecé a jugar con dieciséis cuando era menor de edad. En España tienes que tener más de dieciocho años para poder jugar a juegos de azar, pero siempre puedes colarte en un bar y jugar a las "tragaperras" o en un salón recreativo y echar unas moneditas a la ruleta.

Así empezó todo. Fui con unos amigos mayores que yo a un bar y vi como uno de ellos sacó ciento veinte euros de premio en una máquina. Al siguiente día eché mi primera moneda a una máquina. No pasó nada. pero unos días después sí, me tocó mi primer premio, ¡Gané cuarenta euros! que para mí era mucho dinero. A partir de ahí no recuerdo que haya pasado más de una semana sin jugar algo.

Estoy pasando por un momento muy malo en mi vida. Tengo muchos problemas y con mi familia los principales. Somos tres hermanos, dos mayores que yo de un padre distinto al mío. Mi familia es muy humilde y mis padres han tenido que luchar mucho para poder sacarnos adelante. No han estado mucho en casa, porque se han pasado todo el día trabajando o buscando trabajo. Ahora vivo con mi hermano y también está cansado de mi actitud y de mis acciones. Cree que soy un "niñato" que no se nada de la vida. No le culpo. Le he llegado a robar dinero directamente de su cartilla bancaria. Él es el único apoyo que me queda y tengo miedo de perderlo. Me siento como un funambulista, en una cuerda muy floja y muy larga, de la que no veo el final. 

No tengo trabajo. Saco lo que puedo robando pequeñas cosas en supermercados y se las vendo a señoras que ya se han convertido en clientas habituales. Hasta me hacen los pedidos con antelación. Cuando junto algo de dinero cumplo con otro de mis deseos, el sexo. No tengo novia y a decir verdad nunca la he tenido. a veces pienso que como voy a tener novia, si ni siquiera tengo amigos. Mi vida se resume a eso y mi tiempo lo paso robando, jugando o acompañado de una prostituta y así una y otra vez. Todo lo que hago, es de manera compulsiva, está fuera de mi control. Cuando acudo a la prostitución, creo que lo único que busco es compañía, algo de atención, cariño y supongo que también sentirme poderoso y controlador. Puedo pasarme horas con una chica, hasta una noche entera. Eso sí, siempre con alcohol de por medio. es el mejor método para vencer mis miedos y mi timidez. Por esa compulsividad con la que hago uso del sexo pagado y por como afecta y controla mi vida, reconozco que me considero adicto a esa sensación o conjunto de sensaciones. 

Volviendo a la más importante o la que más me preocupa de mis adicciones, puedo decir que el juego es lo más parecido a un demonio y yo, lo más parecido a un poseído por él, que no sabe lo que hace desde que entra en el casino hasta que esta de vuelta en su casa. Al principio todo era divertido. Ganaba cuarenta "eurillos" y me iba a casa. Mi familia me preguntaba de donde sacaba el dinero y yo les contaba que jugaba a una ruleta cinco euros y tenía suerte. A nadie le llamaba la atención por aquel entonces. Esos mismos cinco euros, se convirtieron luego en veinte y mas tarde en cincuenta. Ahora he llegado a jugarme trescientos euros en una hora, o lo que es lo mismo, un tercio del salario mensual de cualquier persona.  

Estoy muy cansado del mismo ritual y de saber lo que va a pasar después. Consigo dinero y me dirijo al casino. Cuando me voy acercando, me voy poniendo nervioso y me entra una ansiedad que me pide a gritos cambiar "YA" mi dinero y sentarme a jugar. Toda la noche había estado pensando en mi zona, la zona del cero, lo que llevo jugando desde hace mucho tiempo.

- Hola!! dame cincuenta (euros) corre! 
- Y ponme una cerveza (grito, ya sentado) 


Hablo atropelladamente con mis vecinos de ruleta y bebo muy rápido, sin ni siquiera saber si es mío lo que estoy bebiendo o a veces, qué narices es. Lo único que me importa es poder jugar mi zona y no perder el tiempo. 


-Vamos cero bonito, sal! dame una alegría coño. 




El corazón se me pone a mil cuando me toca un premio, me embarga la euforia. Es una sensación de fortuna a la que uno se acostumbra fácilmente. Casi siempre llevo perdidos en el mes unos cuantos cientos de euros, pero cuando me toca un premio soy un ganador. Me creo el rey del mundo y no me acuerdo del dinero perdido. eso hace que siga apostando y cada vez con más fuerza, pensando que juego con dinero que me "ha tocado" y no recordando que había perdido mucho más. Finalmente acabo perdiéndolo todo y dándome golpes en la cabeza por lo que me va a decir mi hermano, cuando vea que le he robado dinero de su cuenta o llorando porque me he gastado lo que había ganado con mis "trapicheos", en lugar de ayudarle a pagar el alquiler. 

¿Qué narices ha podido cambiar? Yo antes tenía mucha suerte. 

En el fondo sé perfectamente lo que pasa. Cuando ganaba antes, cogía el dinero y me iba. Ahora nunca gano, porque siempre quiero más y sigo jugando hasta que lo pierdo todo. Sé que la estadística juega en mí contra, pero esa puta sensación de ganar... 

A mi edad en total podría tener pagada media casa con lo que me he jugado en la ruleta. En muchas ocasiones pienso que estoy loco, porque pienso que puedo recuperar gran parte de lo que he perdido y eso hace, que pierda más. 

Ya no se que hacer. Lo he intentado todo para dejarlo y no puedo. Es tremenda la rabia y la impotencia que siento al descubrir que estoy tirando mi vida por el juego y se cómo arreglarlo. Encuentro mucha gente como yo, pero en una edad más avanzada y me veo reflejado en ellos y ellas. Mentiras, soledad, ansiedad...
Eso es lo que les rodea a todos y cada uno de ellos y ellas.

Mientras juego veo a uno que coge el teléfono
- Si? Dígame. Ahora mismo no puedo atenderle, estoy en una reunión muy importante...

Otro
- Cariño! ya mismo voy a casa que me ha surgido un imprevisto y por eso llego un poco tarde.

Se ve de todo en este mundillo. Incluso un chico "amigo de vicio", que acaba de ser papá de una niña. Debe ser una sensación maravillosa, lo más bonito del mundo. Pues él está allí cuando no trabaja, es decir, no pasa tiempo con su bebé, porque el único tiempo que le queda es el de dormir. Que lástima, ¿no?

Pues eso es justo en lo que no quiero convertirme. Claro, ahora todo el mundo ve que tengo un grave problema. Quizá si me hubieran prestado atención cuando jugaba cinco euros...




Ahora te pido que te pongas en mi lugar. Imagínate que estás en una celda de dos por dos metros, con un ventanuco muy pequeño y encadenada/o de pies y manos. Así es como yo me siento. No puedo escapar de esas ganas de jugar con las que sueño de día y vivo de noche. No puedo dejar de pensar en el juego mientras hago otra cosa en mi vida. Lo controla todo.  He de afirmar que hay otros/as que hacen buen uso de los juegos de azar y son ellos/as los/as que controlan la situación. Solo hago un llamamiento a madres/padres, hermanos/as y amigos/as de personas que se encuentren en una situación similar a la mía. AYUDADLES!  si tu hijo/a, hermana/o, amigo/a comienza a jugar, acompañale, ten un control sobre lo que juega y las cantidades que juega. Veo muchos chicos/as que empiezan a jugar y me recuerdan a mí. Da igual si son apuestas deportivas, máquinas tragaperras, poker o cualquier otro tipo de juego.Quizá cuando llegue a el punto donde estoy yo, sea demasiado tarde. 


Si juegas con control, ganas en tu vida. Si juegas con tu vida, pierdes el control. 


viernes, 25 de octubre de 2013

CARRERA DE OBSTÁCULOS


-Joder que frío.

Son las siete de la mañana y el aire se cuela por las muchas rendijas de este lugar, que podríamos llamar “mi casa”. Siendo sinceros, podríamos reducir la definición a cuatro chapas mal puestas que nos protegen algo de… de nada, no nos protege de nada. Estoy rodeado de pequeños roedores que hace tiempo dejaron de asustarme. Con una temperatura de dos grados bajo cero, no hay mantas suficientes que me hagan entrar en calor. Así que, lo mejor será que me levante de mi colchón tirado en el suelo y encienda la estufa de leña.

-Mamá! Mamá!!!! Jaja ¿a quién quiero engañar?

Me llamo Juan y vivo con mi madre. Bueno, realmente ella no está aquí casi nunca. Tengo quince años, pero la gente dice que es como si tuviera cuarenta. Puede que sea cierto. A veces pienso que la vida se me está haciendo demasiado larga. ¿por qué digo esto?, porque hace mucho tiempo que no sé lo que es sonreír. En el mundo que vivo, la cara amenazadora puede salvarte de muchas malas situaciones y al final, acabas por tenerla casi sin darte cuenta.

Mi padre está preso. Se de él, que era un señor drogadicto y alcohólico, que llegaba a casa y maltrataba a mi madre, incluso embarazada de mí. Una de las muchas noches que salía con sus colegas, acabó en calabozo y posteriormente en la cárcel, con una larga condena. En ese tiempo yo tenía tres años y desde entonces, no he sabido nada más de él. Mi madre, como ya he dicho antes, está y ha estado poco en casa. Al igual que mi padre, también es adicta a algunas sustancias y sé que ha renunciado en muchas ocasiones a su dignidad para conseguirlas. ¿Quieres saber lo que siento por mi madre? No lo sé, no soy capaz de describir el sentimiento que tengo hacia ella. Lo que sí sé seguro, es que nunca he oído esas dos mágicas palabras de su boca. Ahora ya no lo necesito. Parece que a todo se acostumbra uno, pero debe ser bonito eso de sentirse querido e importarle a alguien, ¿verdad?.

En cuanto a mí, me describiría como un buscavidas. Una vez me leyeron partes del Lazarillo de Tormes y me di cuenta de que teníamos muchas cosas en común. Digo que me leyeron, porque yo casi no se leer y menos escribir. En alguna ocasión he ido al colegio, porque han venido los de Servicios Sociales amenazando a mi madre con retirarle mi custodia, cosa que creo le importa poco. En realidad donde he aprendido a leer lo poco que se es en una asociación que trabaja aquí en el barrio, que ayudaba con ropa y alimentos a mi madre con la condición de que acudiera a las clases de apoyo que ofrecían. Eso era con nueve o diez años. Nunca he necesitado leer para sobrevivir.

Cuando tenía ocho años, ya salía del barrio con otros chicos que se encontraban en una situación familiar parecida a la mía. Era muy común encontrar a uno o varios miembros de una misma familia en la cárcel. En general, se trataba de gente humilde, gente que vivía al día. Luego están los comerciales de sustancias creadoras de felicidad transitoria, como los llamaba un voluntario de la asociación para no decir camello. Esos sí que viven bien. Ropa cara, coches increíbles, relojes, colgantes y otras muchas cosas que no están al alcance de un humilde trabajador, que es a lo máximo que un niño del barrio puede aspirar. Esto da que pensar, ¿no? ¿Trabajar toda tu vida recogiendo chatarra, trabajando en una obra o haciendo “chapucillas” para poder dar de comer a tu familia ese día? o ¿vivir con todo lujo con el mínimo esfuerzo?. Era uno de los temas que siempre salían en las conversaciones con mis amigos. Todos querían ser el más malo, el que tuviera la mejor pistola y al que todos tuvieran miedo. Suponía en ese momento que eran tonterías de niños, pero viendo la trayectoria de alguno de ellos, no me extrañaría nada que consiguiesen su propósito.

Nos gustaba ir al centro y dar vueltas por los centros comerciales. Veíamos las tiendas y elegíamos desde la distancia nuestras zapatillas preferidas, zapatillas que no podíamos comprar. También mirábamos desde la puerta de los recreativos como se divertían los niños de nuestra edad y más mayores, ante las atentas miradas de protección de sus padres. Nosotros no teníamos “ni un duro” para jugar y mucho menos teníamos a nuestros padres. Todo eso un día cambió. Nos hartamos de ser distintos, de no disfrutar de nuestra infancia. Creíamos injusto que otros, por el simple hecho de haber caído en una buena familia, tuvieran más derecho a ser felices que nosotros. De esta manera y después de haberlo hablado mil y una veces, decidimos pasar a la acción. Teléfonos móviles, relojes, zapatillas, de todo… nos valía cualquier cosa. Cuando atardecía nos dirigíamos a barrios ricos y esperábamos a la salida de los colegios a los niños “pijos”. Con una actitud un tanto agresiva era suficiente, nos daban hasta los calzoncillos si se lo decíamos. Tengo que decir en nuestro favor que casi siempre eran mayores que nosotros. Éramos un gran grupo, nos cubríamos los unos a los otros. Éramos la familia que no teníamos y además, sentíamos que valíamos para algo, podíamos conseguir muchas cosas. Todo esto era como un juego, podría asegurar que nos divertíamos robando. En este momento tuvo lugar mi primer encuentro con la policía. Nos llevaban a comisaria, pero no pasaba nada porque éramos unos críos. Eso sí, nadie nos libró de algún pescozón. Todo esto se convertía en anécdotas que servían para hacerme el chulito delante de las niñas, todo por sentirme valorado en algo.

La soledad es muy dura. Cuando estaba en la calle era feliz, pero cuando llegaba a casa y no había nadie y en muchas ocasiones nada que llevarse a la boca. Por aquella época tuve mi primer contacto con los porros y encontré en ellos mi mejor aliado. El efecto que me producen es relajante, tranquilizador, me sirven para no pensar en nada. Desde los doce años, además de cometer pequeños delitos, también vendo hachís a otros chavales. Era obvio, necesitaba algo de dinero para comer y pagar mi propio consumo de porros. Muchos amigos se dedican a lo mismo y otros a robar algunas cosillas y venderlas después para echar una mano en casa. Por lo menos de mí no depende nadie, lo que saco es para mí. Tampoco estoy enganchado a drogas caras como la cocaína, al contrario que muchos chavales del barrio. No se cuanto tiempo estaré así, pero ¿que otra cosa puedo esperar?. Durante todos estos años he conocido a ladrones de coches, a atracadores, a traficantes y de todos he aprendido algo y es, que cuando la vida no te da las herramientas para construirte un buen camino, te las tienes que buscar tu e inventarte un atajo. No tengo horarios, no se lo que son las normas y lo que es seguro, no tengo quien me las enseñe. Lo que he aprendido lo he hecho por mi mismo. Ahora, con quince años, no tengo formación académica y tampoco profesional. ¿qué será de mí? ¿qué futuro me espera? Puedo elegir entre mendigar pidiendo y durmiendo en la calle o en alguna asociación, robar o traficar. Seguro que estás pensando ¿por qué no trabajar? Muy fácil, ¿tu me contratarías? Teniendo en cuenta que no se casi leer y escribo a duras penas y con muchas faltas de ortografía, no tengo ropa para ir a una entrevista, no tengo experiencia en ningún trabajo, no estoy acostumbrado a horarios estrictos, no estoy acostumbrado a relaciones con personas muy distintas a mi, he estado detenido en algunas ocasiones y vivo en un barrio muy humilde desde donde no me puedo desplazar porque no pasa el transporte público. Esas son solo algunas de las barreras que puedo mencionar para normalizar mi vida.

Ahora te pido que te pongas en mi lugar. ¿De verdad crees que serías mejor que yo si tuvieras mi situación? ¿no crees que yo en la tuya no sería ni la sombra de lo que soy? ¿Piensas que yo nací queriendo llevar una vida así? ¿Crees que alguien nace queriendo vivir así? ¿Crees que soy el responsable de esta situación?
Aunque te cueste creerlo, con algunas diferencias, como es lógico, existen muchas personas en mi situación. Cuando leas una noticia sobre unos chiquillos que hacen esto o lo otro, planteate antes de juzgar, ¿que les ha podido llevar a hacer eso? ¿meterlos presos lo arreglará? ¿no sería mejor preocuparse por la prevención y la educación? ¿Es justo criminalizarlos?. Si tu hubieras tenido las mismas barreras que yo, estarías igual o peor. Si yo hubiera tenido las mismas oportunidades que tú, podría haberlas aprovechado de la misma manera. A mi la sociedad me ha dado una patada y ha mirado para otro lado. Que nunca se te olvide, eres el producto de lo que has ido cargando en la mochila de la vida y la mochila que a ti te tocó, seguramente sea más grande y más bonita. A mi me la dieron rota.


martes, 15 de octubre de 2013

LOS MILAGROS DE LA PUTA VIDA, LAS DESGRACIAS DE LA SANTA MUERTE.


            Que felicidad ! Un nieto, nuestro primer nieto. Había soñado con esto muchas veces, pero no podía ni acercarme a lo que sentí en ese momento. Realmente no reaccioné, no era consciente de lo que mi hija y mi yerno me estaban contando. Mi marido tenía una sonrisa imposible de borrar. Poco a poco fuimos asimilándolo y a medida que se acercaba el momento del parto aumentaba la emoción y el nerviosismo, como era lógico. Por fin tenía la sensación de felicidad completa. Había tenido una vida muy complicada. Tuve que criarme sin el cariño de una madre, que falleció cuando era muy pequeña. Es imposible que la gente que si ha tenido madre se haga la idea de cuanta falta te hace en muchos momentos de la vida. Después tuve que superar la muerte de dos hermanos y una hermana mayores que yo, pero muy jóvenes. A veces no entiendo por qué aún tengo ganas de sonreír. Me considero una persona muy alegre y optimista y quizá, tenga que ver que haya superado todos los obstáculos que la vida me ha puesto. Por cada una de las desgracias acaecidas en mi historia, la vida se ha encargado de ponerme un motivo por el que continuar. El principal de esos motivos fue mi marido, mi media naranja, mi muleta, mi apoyo, mi todo...

Me jubilé hace dos años y mi marido lo hizo cuatro meses antes de nacer el bebé. No era capaz de creer que todo estuviese yendo tan bien. Los dos, jubilados, hicimos varios viajes por distintos sitios de la península. En cada uno de ellos comprábamos un regalito para nuestro futuro nieto. No parábamos de hablar de él, de lo que haríamos y dejaríamos de hacer por él. Teníamos muchos planes y ocupaba una grandísima parte de nuestras ilusiones. ¿De verdad me estaba pasando todo esto a mí? ¿De verdad me va a devolver la vida todo lo que me ha quitado?.  

Pocas veces había llorado tanto como lo hice al ver sus ecografías.

Cómo pasa el tiempo. Llegó el gran día. La sensación de que los nervios iban a conseguir que me desmayase era constante. Mi hija ingresó en el hospital y nos confirmaron que estaba de parto. Fueron unas horas muy largas, demasiado tiempo esperando la buena nueva. De repente llegó mi yerno con una cara reflejo de felicidad y nos dijo que todo había salido genial. Estallamos de júbilo y nos unimos en un profundo todos los presentes. Mis consuegros lloraban, mi marido lloraba y como no, yo lloraba también. Me abracé a mi marido y le di la mas grande de las enhorabuenas. Él me dijo que a este niño no le iba a faltar de nada. Cuando le vi por primera vez, me corrió un escalofrío desde los pies a la cabeza. Que bonito es! Tenerlo en mis brazos fue increíble. Ser abuela es distinto a ser madre, no se si por la madurez pero lo disfrutas mucho más o esa es mi sensación.

A partir de ese momento empezaba lo bueno. Planes, planes y más planes. Nos vamos a llevar al niño de vacaciones al pueblo, decíamos. Le llevaremos a bañarse al río, a correr con la bici, a la huerta... Esa era la otra pasión de mi marido, su huerta. Allí pasaba horas y horas entrenido desde que se jubiló. Trabajaba mucho en ella esperando a que diera los mejores resultados posibles, con la única esperanza de despertar la admiración de las personas a las que les regalaba sus productos. Como a un cocinero, ¿qué satisfacción mayor que que te digan que es el bocado mas delicioso que has probado? Esa era su única ilusión, que la gente le dijera que cebollas mas hermosas, que tomates más sabrosos... él era feliz con tanto trabajo en medio de la tranquilidad de un pueblo. No hacía mas que repetir que cuando el niño tuviera un año, le compraría un carretillo y una hazadilla y se lo llevaría a ayudarle en la huerta. Él siempre ha tenido una apariencia y carácter duros, pero nada más lejos de la realidad. Es una persona muy sensible que se ha visto obligada a proyectar esa imagen para protegerse. La gente siempre nos dice que les asombra como nos amamos después de cuarenta años casados. A mi me parece poco tiempo.


Cuando el niño tenía tres meses nos fuimos de vacaciones juntos, el niño, mi hija, mi yerno, mi marido . Nunca nos habíamos sentido tan cerca de la palabra felicidad. Todo era misteriosamente bonito. Disfrutamos de las vacaciones más maravillosas de nuestras vidas. Tenía al lado a las personas más importantes para mí, en un entorno precioso ¿qué más se le puede pedir a la vida? Yo, nada.

Un día todo empezó a cambiar. Ya de vuelta de vacaciones, con la tranquilidad del hogar mi marido se quejaba de un dolor en el costado. Al día siguiente mi yerno le acompañó al médico del pueblo de al lado. De allí le derivaron a urgencias del hospital de la ciudad. Comenzaba la mayor pesadilla de mi historia y es difícil decir esto, porque desafortunadamente tengo para elegir. En la sala de espera del hospital olía a tensión acumulada. Nos llamaron a los familiares para que entráramos a hablar con la doctora. Su cara no reflejaba nada bueno. Nos mirábamos entre nosotros como si supieramos lo que iba a pasar segundos después. La doctora nos dio la terrible noticia, el amor de mi vida tenía un tumor en el colon. Me derrumbé. Me temblaban las piernas, solo quería llorar y gritar. Se me pasaba por la memoria cada momento a su lado y todos los que me había imaginado que nos quedaban por vivir. Era injusto, lo se. El estaba ahí sin saber nada y yo ya lo estaba dando por desaparecido. Que dolor tan grande. La vida volvía a golpearme con la mayor de las durezas. Le dijeron lo que tenía y le intervinieron de urgencia. Eran unos momentos terribles. La única terapia paliativa para mí era mi nietecito, tan inocente, tan inconsciente y con esa sonrisa que te hace olvidar todo lo demás. También era la mayor tortura para mi cabeza, porque no hacía mas que darle vueltas a las ilusiones que tenía su abuelo, todo lo que quería hacerle para que fuese feliz. Como cambia todo ¿verdad?. ¿Como se puede pasar del sabor dulce de la miel, a la agria hiel? ¿Que he hecho yo para merecer esto?. No hacía mas que hacer preguntas, para las que no tenía respuesta. Nos pintaron muy mal la situación, aunque ningún médico nos hablaba de la gravedad real de la enfermedad. Mi marido luchaba con todas sus fuerzas, no paraba de hablar de lo que iba a hacer cuando saliera del hospital. No había mejoría y le exigimos información de una vez. ¿por qué nadie nos decía que pasaba?. Al final nos reunimos con los oncologos y nos dijeron que la enfermedad había empeorado considerablemente y que no nos daban muchas esperanzas de vida. Mis peores pronósticos se cumplían. Mi vida se escapaba entre sus dedos. Nos mirábamos y aunque yo trataba de disimular sonriendo y dándole ánimos, nuestros ojos reflejaban lo que ninguno quería ver y mucho menos decir. No puedo hacer nada por la persona por la que daría mi vida. Es la mayor sensación de impotencia que jamas he podido sufrir.

El destino parece a veces un jugador macabro que se divierte provocando coincidencias en nuestras vidas. Cumplí años estándo mi marido ingresado en el hospital. Cual fue mi sorpresa cuando llegué allí y me estaba esperando con una cajita en sus manos. Me dijo “felicidades”, tratando de esbozar una sonrisa que solapara por un instante todo lo triste de aquella situación. Me decidí a abrir el regalo y vi en su interior un colgante precioso, lo tomé con mis manos y rompí a llorar. Rompimos a llorar los dos. Nos dejamos llevar sin tratar de ocultar nada por ninguna de las partes y nos fundimos en un abrazo que nos hizo perder la noción del tiempo. De su boca solo salieron cuatro palabras, cuatro que pesaron en mi interior como una terrible losa “¿Qué hemos hecho, hija?. La búsqueda de motivos es lo más duro. ¿por qué nosotros? ¿qué hemos hecho mal? ¿a quién hemos hecho daño? Y casi todo esto por la tradicional responsabilidad divina en todo lo que nos acontece en nuestras vidas, tanto bueno como malo. ¿he de creer que dios nos manda este castigo?. Nos seguíamos mirando con nuestras manos acariciando la cara del otro. No hacía falta decir nada, porque nuestros ojos reflejaban el terror que sentíamos ante tan incierto futuro. Esa maldita habitación con sus peculiares olores y esa tan característica penumbra, solo se iluminaba por la foto de nuestro nieto en el poyete de la ventana. Que orgullo sentía cundo le preguntaban por quién era el pequeño de la foto.

Pasaron los días y la situación no mejoraba. De hecho, lejos de mejorar empeoró bastante.

Un día llegó la oncóloga y me dijo que tenía que hablar conmigo. Me metió en su despacho y me dio la estocada. Todas mis sospechas, todo lo que había rezado para que no sucediera, todo lo que me daba terror que sucediera, todo eso y mucho más estaba pasando. Me dijo con una voz muy templada y con todo el cariño que me pudiera dar en esos instantes que mi marido estaba muy malito y que era complicado que saliera de esta, que le gustaría darme otras noticias pero desgraciadamente no las tenía. No le podían dar tratamiento para los tumores del hígado, porque estaba muy débil y podía empeorar aún más su estado. Me quedé en shock, no reaccioné hasta pasados varios segundos y comencé a llorar preguntando por qué. La doctor me dio un abrazo y me dijo que lo sentía mucho. Se que lo decía para darme consuelo, para ayudarme, pero ¿qué podía sentir? Nadie puede imaginar al dolor que se siente.

Al día siguiente mis hijos y mi yerno se reunieron con la doctora y les dio la noticia personalmente. Con ellos fue más sincera, les dijo sin tapujos que creía que esta situación no iba a durar mucho, que le mandaban a casa para ver si comía allí, se recuperaba un poco y le podían dar tratamiento pero lo veía muy difícil. Le ponía una cita simbólica para ver como iban las cosas. ¿Una cita simbólica? Que forma tan poética de decir que salvo sorpresa sobrehumana no va a llegar a esa cita.

Llegó a casa y le dimos un gran recibimiento. Por fin pudo ver a su nieto, le hizo un par de carantoñas pero necesitaba sentarse, se cansaba muchísimo y no tenía fuerzas ni para coger a esa pequeña e inconsciente personita que le miraba atentamente y a para la que su abuelo tenia muchos planes. Eran muchas las ganas de estar en casa, en su sillón o en su cama, y viceversa. No hacía otra cosa, siempre tumbado o sentado. No comía a penas y no dormía por la noche. Yo llevaba casi un mes durmiendo muy poco y en este momento menos. Quería estar a su lado siempre, en todo momento y para lo que necesitara. La gente me decía “duerme un poco, que te vas a poner mala” y yo siempre respondía lo mismo entre lágrimas “dejadme, que ya tendré tiempo de dormir cuando ya no le tenga”. Coincidía muchas noches con mi hija y con mi yerno, que se levantaban para dar de comer al bebé. Una de esas noches estábamos los cuatro en el salón a las 3 A.M, mi yerno, el bebé y nosotros dos. El niño como el abuelo no se dormía con facilidad y a veces había que mecerlo en una hamaca para conseguirlo. Era un cuadro peculiar. Uno no dormía por el descontrol producido por ser nuevo en esta vida y el otro no dormía por que esa misma vida se lo estaba llevando. Quizá provocado por el cansancio, el sonido que hacia la mecedora del niño me llevaba a pensar en un metrónomo que marcaba el tiempo, el ritmo, los latidos de un corazón que se iba apagando poco a poco.

Hay cosas en la vida que se saben, no se tiene explicación del por qué, pero se saben. Llegó el fatídico día. Nadie lo decía pero todos teníamos la sensación de que ese día sería el último en la vida de mi marido. Mi hija no quiso salir del dormitorio en el que estaba su padre, inconsciente, tumbado en la cama. Ni tan siquiera quiso cenar nada. Que angustia. Tener la certeza de que tu padre va a fallecer y tienes que aprovechar cada uno de los segundos que le resten. Fue ella la que nos avisó de que la respiración de mi marido se iba haciendo más lenta y débil.

Estábamos en el dormitorio mi hija, mi yerno, mi hijo y yo. Todos en silencio, únicamente roto por algún suspiro y el sordo sonido del golpeo de las lagrimas sin llanto contra el suelo. Que injusticia. Comencé a gritar, porque vi que le fallaba la respiración. No te vayas mi amor, por favor no te vayas. ¿qué voy a hacer sin ti? Llévame contigo por favor, no me dejes aquí sola. Sola, sola, me quedo muy sola sin ti. Murió. Un dolor punzante invadió todo mi ser y mis alaridos debieron ser escuchados en todo el vecindario. Llevame contigo mi amor. Cuarenta años juntos ¿y qué hago yo ahora? ¿Por qué, dios mío? ¿Qué hemos hecho? ¿Por que no me llevas con él? Me quedo sola. Cuando levanté la cabeza y vi aquel panorama desolador, sentí que me desmayaba. Todos lloraban como niños, pero era un llanto que reflejaba impotencia y un tremendo dolor, además de una indefensión increíble. No podemos hacer nada por él.


Ha pasado un tiempo y estoy luchando mucho. Se que lo que él querría es que estuviera bien. No se de donde saco las fuerzas, pero hay que sacarlas. He descubierto que pese a haber perdido a una parte fundamental de mi vida, aún me quedan motivos para pelear y seguir viviendo.

¿Qué haríais vosotros y vosotras en mi lugar? No lo sé. Lo que si se es lo que yo haría en el vuestro y es amar y demostrar lo que amo a la gente a la que quiero. En ocasiones vivimos como si a nosotros y nosotras no nos fuera a pasar algo así. Discutimos y peleamos con nuestros seres más queridos por motivos estúpidos y lo que es aún peor, nos cuesta pedir perdón por no renunciar a nuestro orgullo. No perdais la ocasión de abrazar, besar y decir lo que los/las quereis a vuestros/as amigas/os y familiares. El día que no están, te preguntas si se lo has dicho las veces suficientes. Vive como si fuese el último día y renuncia a la personas y situaciones que te hagan daño.
Lo que podemos asegurar dejando a un lado creencias y esperanzas religiosas, es que conocemos o vivimos una sola vida. Si la perdemos, no ocurrirá lo que sucede en los videojuegos, que podemos volver a empezar. Que nadie te diga lo que no puedes hacer. Solo tu conoces tus limites y en ocasiones hasta te sorprendes. Que se note que tu pasas por la vida, no que la vida pasa por ti.


LUCHA EN TU BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD, NO DESISTAS.